Era un teatro bonito, de esos que se imponen al paso del tiempo con
sus butacas de pana y firuletes rimbombantes. Ella, vestida con un trajecito
con flores de lentejuelas bordadas una por una por su mamá, había llegado de su
mano esa noche, como tantas otras. Peinada con rulos de esos que en su pelo
duraban un suspiro y con los labios pintados con el rouge que solía probarse a
escondidas en el baño de su casa, se encontró parada en ese espacio mágico, el
escenario.
Rodeada de cortinas densas y obscuras y sobre el piso gastado por
los pasos de quienes, como ella, allí jugaban a ser otros, vio sus pequeños
pies con las zapatillitas también gastadas. Intentó reconocer alguna cara
familiar entre el público, pero esa noche las luces le impidieron ver cualquier
cara. Ella sabía que estaba acompañada, pero no podía sentirlo… se sentía
pequeñita y sola.
Hasta entonces había sabido convivir con la duda acerca de si estaba
allí por su propio deseo o por obra de alguien más.
De repente, la música se paró, las luces se congelaron, el tiempo se
detuvo y ella quedó inmóvil frente a sí misma.
Siempre le había llamado la atención esa cuerda color beige claro
deshilachada, pesada y tan pasiva que contrastaba con las bambalinas negras y
con la que se abría y se cerraba el telón. Pero esta vez pensó que se trataba
de una invitación a decidir. Bastaba con tirar de ella o ignorarla para
despejar su duda.
Y decidió.